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El gallo Claudio

El gallo Claudio

Pita Escalona

De buen humor

Le llevo cuarenta años a mi penúltima sobrina y cuando platico con ella, no importa de lo que estemos hablando, me hace sentir obsoleta. Nunca me ha ofendido, por el contrario, se interesa en todo lo que trato de enseñarle, me da siempre la razón y muestra interés en el tema, pero su cerebro trabaja a muchas más revoluciones que el mío.

Mi sobrina es bilingüe. En su casa habla español y en la escuela inglés. Un día le comenté que estaba leyendo El rey Lear y se mostró atraída por mi relato, luego bajó un libro de la repisa de su recámara y me lo mostró. Trataba de la vida y obra de Shakespeare, contada por dos niños que habían conocido el Globe Theatre, donde habían presenciado varias de sus obras. Me sorprendió.

Cuando ella tenía ocho años, le regalé La tempestad, del mismo autor, en una versión para niños. Se emocionó y se encerró en el cuarto a leerla. Al salir me dijo que le había encantado y quería que la pusiéramos en escena. Tenía destinado el papel para cada miembro de la familia. Le dije que el problema radicaba en que los actores no sabían hablar inglés. “Mmmm”, contestó pensativa y se encerró de nuevo. Al poco tiempo salió con el papel de cada uno por separado y traducido al español.

Su actitud remontó mi pensamiento hasta la caricatura de El Gallo Claudio, donde el protagonista —un enorme gallo blanco— trata de enseñarle a un estudioso y aburrido polluelo —Cabeza de Huevo Júnior— a jugar, entre otras cosas, beisbol y cricket. El Gallo Claudio le muestra las herramientas y le explica, con alegría y entusiasmo, de lo que trata alguno de ellos. El polluelo no lo escucha. Saca una libreta y en ella escribe fórmulas matemáticas. Al comenzar a jugar, el polluelo hace todo al revés y el Gallo Claudio intenta corregirlo diciendo: “Mira hijo…, digo, hijo”, y vuelve a instruirlo. El juego termina con el Gallo Claudio haciendo el ridículo, porque los conocimientos del polluelo son mucho más elevados.

El aburrimiento es el motor para que la acción fluya con naturalidad en esta granja avícola. Los habitantes son gallinas y pollitos; las estrellas principales: un perro sabueso, una gallina flacucha y anciana —Prissy—, que unas veces hace el papel de solterona y otras de viuda; Cabeza de Huevo Júnior —hijo de Prissy—, un pequeñísimo gavilán pollero y, de vez en cuando, una comadreja. El más importante de todos: un enorme gallo blanco.

La función del Gallo Claudio es darle alegría a las gallinas. El cuidado de las aves está a cargo del perro sabueso que se pasa la vida dormido dentro de su casa. Si llega algún intruso a la granja, el Gallo Claudio se encarga de llamar la atención del perro, levantándole la cola y golpeándole el trasero con un palo. El perro corre a lo loco, pero no pasa del límite impuesto por su cadena. A veces anda suelto para perseguir al gavilán o a la comadreja. El Gallo Claudio la pasa mal, por lo que quiere vivir a costa de la viuda, pero para eso tiene que congeniar con Cabeza de Huevo Júnior: situación imposible. Una caricatura tan predecible como divertida, donde las peripecias se repiten una tras otra.

La próxima vez que establezca una conversación con mi sobrina, en vez de sentirme obsoleta con mis enseñanzas, pensaré que tal vez una circunstancia similar fue la fuente de inspiración para que Robert Mc Kimson creara, en 1946, a uno de los personajes consentidos de los Looney Tunes.

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