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La mártir

La mártir
Josué Ortega Zepeda

Josué Ortega Zepeda

Ficciones

Y dijo Adonay al Ángel Acusador: ¿De dónde vienes? Y el Ángel Acusador, respondiendo a Adonay, dijo: De vagabundear por la tierra.
Job 1 (7-8)

Despierto sobresaltada, brinco de la cama y veo que son las dos veintidós de la madrugada según el reloj del celular, desde donde suena y vibra Highway to Hell, de AC/DC. El psicópata de mi jefe nos obliga a todos sus empleados, cual señor feudal, a que identifiquemos sus llamadas con esa horrible canción. Quisiera decirle: “¿Qué quieres, maldito? ¿Otra vez con tus idioteces de siempre? ¡Deja de estarme jodiendo! ¡Renuncio!” Pero la realidad es que sólo soy valiente en mi imaginación. Contesto:

—Sí, licenciado Gutiérrez, en qué puedo servirle… ¡Le juro que dejé el archivo en la carpeta Balances! ¿No está?… No, ¡de ninguna manera estoy diciéndole estúpido!… ¡No se preocupe! ¡Yo lo resuelvo!…

Sostengo el celular con la oreja y el hombro mientras revuelvo el montón de ropa sucia para encontrar algo que echarme encima. Un minuto después, aún entre los gritos de mi jefe y las reverencias de mi parte, cuelgo y enseguida me precipito a la calle.

Afuera hay un tipo que, justo enfrente de la entrada del condominio, raya el muro con un aerosol. Yo me petrifico, como quien se topa súbitamente con una fiera. El vándalo se sobresalta. Suenan las latas dentro de su mochila cuando la levanta del suelo, a punto de emprender la huida, pero luego me mira y se congela, tal vez porque no tengo pinta de soplona o de policía… o porque, en una deducción más siniestra, soy yo a quien estaba esperando.

El tipo me mira desde ese óvalo negro que es la bocaza de su capucha y que me impide ver su cara. Yo me estremezco porque, por un instante, siento que me vacío, que mi alma y mi cuerpo son magnetizados y se adelantan involuntariamente. Me distraigo un instante y quedo fascinada por la danza colorida de curvas y rectas que el artista callejero pintó en el muro.

—También pinto, ¿sabes? —manifiesto con voz temblorosa, casi involuntariamente, en un intento por relajar el ambiente para que el tipo de la capucha no me brinque encima y me acuchille—. Aunque no puede decirse que soy pintora, ¿me entiendes? No he tenido tiempo para perfeccionar mi técnica. Como sea, el arte es buena terapia contra la amargura del mundo. No sé. Con lo enferma que está la sociedad, puede ser que en unos cien años mis cuadros se vendan en millones de dólares, ¿no crees?

Suelto una risilla nerviosa. El artista callejero sólo se encoge de hombros y vuelve a su quehacer en el muro. Yo, con la misma actitud inconsciente y osada, me siento en la acera para hacerla de espectadora; desde ahí, debajo de la farola que parpadea sobre mi cabeza, sin más ambientación que la del riachuelo de una tubería rota, la ventisca sofocante, el ronroneo de los escasos automóviles en la avenida próxima y el insoportable olor a caño, soy testigo de la extraordinaria maraña de color que es plasmada en la pared.

Poco después, el monumental grafiti adquiere sentido: es una mujer ensombrecida, con apenas un halo de luz que le define el gesto angustioso. Atrapada en una injusta camisa de fuerza, la chica mira hacia el cielo con la renacentista e idéntica expresión de una Magdalena en el Gólgota a los pies de su amor agonizante… ¡Su cara es la mía! ¡Su angustia es la mía! ¡Soy yo!

Entonces, en un movimiento increíble, el vándalo se da la vuelta y se echa para atrás la capucha… Es imposible y, aun así, estoy completamente segura de quién se trata: es el Diablo. Su rostro no parece el de alguien de nuestro tiempo. Hay tatuajes entre esos rasgos milenarios, escritura atemporal y aterradora que se entromete en la nariz y los pómulos, bajo los párpados, sobre las mejillas, encima y debajo de los labios carnosos. Son líneas gruesas y oscuras. ¿O son venas saltonas? ¿Son gusanos retorciéndose por debajo de la piel?

El Diablo se me acerca con la malicia de un chacal, abre los labios y escupe una voz dulce y monstruosa a la vez. Alega una cosa en un idioma que tal vez se extinguió cuando el universo aún no se condensaba en lo que ahora conocemos.

Yo no debí haberlo entendido y, aun así, entendí que decía:

—¿Qué te da valor, niña?

Entonces, en un segundo, todas las preguntas que siempre evité se me vienen encima: ¿quién soy?, ¿qué hago aquí?, ¿adónde voy?, ¿qué sentido tiene mi carrera desenfrenada de todos los días?, ¿qué me empuja a ser esclava de una vida que no reditúa ni pizca de satisfacción?, ¿qué me da el coraje para ser como la mártir pintada en el muro?, ¿qué extraña fuerza me da el impulso para dejarme estrangular por la horrible camisa de fuerza de mis rutinas: escuela, trabajo, cama, escuela…? ¡¿Qué me da valor?!

Sobresaltada, abandono la pesadilla. Me enderezo, tiemblo y lloro en la orilla de la cama. Son las dos veintidós de la madrugada. La tensión regresa de golpe: el celular brinca sobre la mesita del buró con Highway to Hell a todo volumen. Corro para asomarme por la ventana y con horror compruebo que el Diablo está ahí abajo, en la calle. Me mira expectante, preparado para emprender la huida o para comenzar a pintar sobre la pared desnuda frente al condominio. Todo depende, llanamente, de lo que me decida a contestar…

—¿Qué quieres, maldito? —rujo y escupo a mi jefe a través del celular—. ¡Deja de estarme jodiendo! ¡Renuncio!

Cuelgo, sonrío y suspiro: la calle se ha quedado vacía. Ahora, sin dudarlo, sé lo que me da valor…

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