Bernardo Monroy
Agosto, 2018
#BicaBlog | #DePintaConHoldenCaulfield
Resulta casi un cliché decir que los dinosaurios son uno de los temas más “enormes” y apasionantes que existen. Desde niños, todos nos dejamos llevar por sus prehistóricos tamaños, todos tuvimos un favorito —ya fuera el apacible triceratops o el descomunal tiranosaurio rex—, y todos conocemos las hipótesis relativas a su extinción. Lo que quizá no sea tan conocido es la batalla que tuvo lugar a finales del siglo XIX y que tenía como objetivo mostrarlos al mundo —tanto a ellos como a la ciencia que los estudia, la paleontología. Muchas de estas disputas ocurrieron no sólo en las salas de las universidades, sino también en uno de los escenarios más cruentos de la historia: el salvaje oeste. Sus protagonistas fueron dos respetabilísimos académicos cuyo odio fue tan intenso y atroz que rebasó fronteras. Fue, sin lugar a dudas, una aversión equiparable sólo con su intelecto y tenacidad.
Esta es la historia de un western con fósiles de dinosaurio, la historia temprana de la paleontología, y la historia de Othniel Marsh y Edward Drinker Cope durante la época conocida como La guerra de los huesos.
Los primeros dinos
Nuestro relato tiene un antecedente importante. En 184, mientras se descubrían extraños huesos de lagarto cuyo origen e importancia era desconocido para la gente, el médico y anatomista británico Richard Owen propuso nombrar a dichos animales fosilizados como dinosaurios, es decir, ‘lagartos terribles’. El término gozó de gran aceptación. En 1854 se erguían estatuas de estos reptiles en el Crystal Palace y la Reina Victoria otorgaba a Owen el título de sir.
Así, la paleontología comenzó a crecer, de la misma forma que hoy lo hacen otras carreras y profesiones. Eventualmente, la fiebre de los fósiles llegó a los Estados Unidos y tuvo un gran impactó en las universidades. Para esos años, las tierras baldías que se extendían al oeste del país vecino del norte eran un lugar ideal para desenterrar huesos. En este escenario aparecieron Marsh y Cope.
Othniel y Edward
Edward Drinker Cope nació en 1840, Othniel Charles Marsh, en 1831. Ambos eran completamente dispares: el primero era delgado, rico, de familia acaudalada y profesor en la Universidad de Pennsilvania; el segundo, obeso, de familia pobre y maestro en Yale.
Cuando se conocieron, el amor por la ciencia los unió y labraron una gran amistad. Pero como suele decirse: dos estrellas no pueden —ni quieren, por lo general— brillar con la misma intensidad. Y así, la rivalidad entre amigos devino en un odio cada vez más intenso.
La gota que derramó el vaso fue cuando Cope reconstruyó mal un fósil de elasmosaurus platyurus, colocando la cabeza del dinosaurio en el extremo equivocado: no en el cuello, sino en la cola. Cuando el fósil se exhibió ante la comunidad científica, Marsh prontamente le hizo ver su error y afirmó que hasta el más imbécil del mundo podría haber armado el fósil correctamente. Cope compró todas las revistas donde se publicó su error, pero la huella ya era indeleble. A partir de ese momento, no dejó de atacar a Marsh en sus artículos —recordando más a un troll twittero de hoy en día que un honorable intelectual decimonónico.
Rumbo al Wild, Wild, West
Los dos paleontólogos necesitaban un lugar en el que pudieran demostrar su respectiva valía, y este llegó sin tardanza. El extenso oeste norteamericano, con sus páramos y tierras baldías, era un terreno fértil para hacer gala de sus habilidades desenterrando fósiles. Y con el fervor con el que algunos buscaban oro, Cope y Marsh cazaban huesos. De esta forma empezó la guerra. Cada uno organizó sus propias expediciones, invirtiendo recursos de las universidades y de sus bolsillos por igual. Los estudiantes aceptaban el reto de embarcarse en la aventura dispuestos a contribuir física y, en ocasiones, económicamente; hacían todo con tal de conocer el oeste y ser partícipes de la historia que los dos titanes iban forjando mientras escarbaban.
En 1876 llegaron a Montana. En medio de los pueblos sin ley y con los indios dispuestos a arrancarles la cabellera, siguieron desenterrando huesos. Llevaban caravanas, carromatos y, cuando era necesario, la caballería estadounidense los auxiliaba. De día, desenterraban dinosaurios; de noche, dormían con las pistolas listas. Como no pudo ser de otro modo, el salvaje oeste, aquella tierra sin ley, obligó a los paleontólogos a realizar actos propios de los más rudos cuatreros de las películas de Clint Eastwood: dinamitaron tierras sin permiso —haciendo peligrar vidas humanas—, sobornaban a los colonos para impedir que el rival consiguiera fósiles… pero también encontraron ocasión de redimirse: cuando Marsh quiso ganarse la amistad del jefe indio Nube Roja, le prometió apoyarlo a cambio de buscar dinosaurios en su territorio —asegurando de este modo, que el jefe indio no lo matara—, pero al realizar su búsqueda Marsh fue atacado por los Lakota y huyó en un tren con sus fósiles. Nube Roja creyó que ya lo habían dejado vestido y alborotado, pero en cuanto regresó a la civilización, Marsh intercedió por él.
No era fácil ser paleontólogo en esos días. Para llevar los huesos a las ciudades era necesario hacer dos viajes, pues los bandoleros estaban siempre al acecho, y los mormones conservadores, que consideraban la paleontología como una blasfemia, andaban siempre armados y dispuestos a detonar sus pistolas contra los nacientes hombres de ciencia.
Así empezó la paleontología: entre flechas de indio, balazos y trompetazos de la caballería.
Bueno, y al final… ¿quién ganó la guerra de los huesos?
La rivalidad y el odio entre los dos paleontólogos de nuestra historia nunca terminó. De hecho, se fue volviendo más y más enfermiza durante sus últimos años de vida. Dice un proverbio que el odio es tomar un veneno esperando que muera la otra persona, y tal parece que Edward y Othniel bebieron demasiado. Antes de morir, Cope propuso que extirparan su cerebro y compararan su tamaño con con el de Marsh para así demostrarle al mundo quién era el más inteligente —desde luego, Cope estaba muy seguro de sí mismo. Como era obvio, la familia de su rival se rehusó a aceptar semejante disparate. Como una especie de premio de consolación, Cope decidió bautizar a uno de los tantos dinosaurios que descubrió como anisonchus cophater; es decir, “el que odia a Cope”.
Lo cierto es que, en cuanto a números, Marsh ganó la Guerra de los huesos, pues descubrió ochenta fósiles, mientras que su archienemigo, apenas cincuenta y seis. Ambos murieron en la miseria. Sin embargo, escribieron cientos de artículos y nombraron a todos y cada uno de los fósiles que descubrieron, muchos de los cuales son muy conocidos hoy en día, como, por ejemplo, el triceratops, el alosaurio o el stegosaurio. Quizá si estos dos científicos hubieran preferido aliarse en lugar de enfrentarse, hubieran llevado una vida plena, además de haber dejado un legado de valor incalculable para la ciencia y la cultura, pero como dicen: el hubiera no existe, y el odio sí.
Es inevitable ver este odio mutuo como algo que raya en la ridiculez; por ello, Steve Carrell ha contemplado la idea de realizar una biopic en un tono más bien cómico y sarcástico… aunque hay un escritor que realizó una mejor versión.
…escribe el autor de Jurassic Park
Sobre la Guerra de los huesos se ha escrito mucho. Ya Charles Hazelius Stremberg, acompañante de Cope en sus expediciones, escribió en 1917 el libro Hunting dinosaurs in the badlands of the Red Deer River, Alberta, Canada” —Cazando dinosaurios en el páramo de Red Deer River, Canadá—, pero sólo alguien supo narrar esta historia con el rigor de un científico, la pasión de un fan y la creatividad de un escritor. Me refiero, por supuesto, a Michael Crichton.
Para mayores señas, Crichton es el autor de Jurassic Park. Tiene autoridad para hablar sobre dinosaurios, no sólo por el prodigio de imaginación que representa su más famosa novela, pero también por su profundo conocimiento sobre el tema y la maestría con que lo ha llevado a la cultura popular. Sus contribuciones para revivir el interés en los lagartos terribles le valieron que hoy haya uno de ellos con su nombre, el crichtonsaurus bohlini, es decir, el “lagarto de Crichton”.
Pues bien, Crichton escribió un libro, que no llegó a nuestro país sino hasta junio de este año, titulado Dientes de dragón, una crónica, en gran medida, de los hechos ocurridos entre Cope y Marsh. Como no podía ser de otra forma, se espera una adaptación a serie televisiva de la mano de National Georaphic y Amblin Television. Sin duda muchos espectadores creerán que la historia de estos dos paleontólogos es mera ficción, pues a veces los hechos y las pasiones humanas son más increíbles que el más enorme y temible de los dinosaurios.